"Futilidad", o "El Hundimiento del Titán" (2024)

CAPITULO XI

Cierta mañana, casi dos meses después de anunciada la pérdida del Titán, Meyer se sentó en su escritorio en el Departamento, escribiendo con dedicación, cuando el anciano caballero, que había deplorado la muerte de su hijo en la oficina de Inteligencia, entró vacilando y tomó una silla a su lado.

— Buenos días, señor Selfridge— dijo él con dificultad—. Supongo que ha venido por el pago del seguro. Los dieciséis días han expirado.

— Sí, sí señor Meyer, dijo el anciano caballero, fatigadamente; por supuesto, como un simple accionista, no puedo tomar parte activa; pero soy un miembro aquí, y algo ansioso, naturalmente. Todo lo que yo tenía, incluso mi hijo y mi nieta, estaba en el Titán.

— Es muy triste, señor Selfridge; reciba mis más profundas condolencias. Le creo que es el mayor dueño de las acciones del Titán, Alrededor de cien mil, ¿No es así?

— Algo así.

— Soy el asegurador mayoritario; así que, señor Selfridge, esta batalla será enteramente entre los dos.

— ¿Batalla? ¿Acaso algo anda mal?, preguntó ansiosamente el señor Selfridge.

— Es probable, no lo sé. Los aseguradores y compañías de afuera han puesto sus problemas en mis manos y no pagarán hasta que yo tome la iniciativa. Debemos escuchar a un tal John Rowland, quien fue rescatado del témpano con una chiquilla, y llevado a Cristiansand. Ha estado muy enfermo al dejar el buque que lo halló, y está en camino al Thames esta mañana. Tengo un transporte al puerto, y voy a esperarlo en mi oficina al mediodía. Ahí es donde haremos este pequeño negocio, no aquí.

—Una chiquilla... salvada— inquirió el anciano—, querida mía, puede ser la pequeña Myra. No estaba en Gibraltar con los otros. No me preocuparía... no me preocuparía mucho por el dinero si ella estuviera a salvo. Pero mi hijo, mi único hijo se ha ido; y señor Meyer, me arruinaré si este seguro no es pagado.

— Y yo me arruinaré si lo es— dijo Meyer, levantándose— ¿Vendrá usted a mi oficina, señor Selfridge? Espero que el apoderado legal y el Capitán Bryce estén ahí ahorra.

El señor Selfridge se levantó y lo acompañó a la calle. Una oficina mejor amueblada en la calle Threadneedle, derivada de una más grande, y con el nombre de Meyer en la ventana, recibió a los dos hombres, uno de los cuales, en pro de los buenos negocios, estaba presto a empobrecerse. No hubieron de esperar ni un minuto antes de que el capitán Bryce y el señor Austeen fueran anunciados y entraran. Amables, de buen porte y correctas maneras, perfectos prototipos del oficial naval Británico, saludaron educadamente al señor Selfridge, cuando el señor Meyer los presentó como el capitán y el primer oficial del Titán y se sentaron. Instantes más tarde, el señor Meyer trajo a un hombre de aspecto sagaz de quien dijo era el apoderado legal de la Compañía de Vapores, pero no lo presentó; tal es el Sistema Británico de Jerarquías.

— Ahorra, caballeros— dijo el señor Meyer—, creo que podemos proceder a negociar cierto punto, quizás adicional. Señor Thompson, ¿Tiene usted la declaración del Capitán Bryce?

—La tengo— respondió el señor Thompson, extrayendo un documento que el señor Meyer ojeó y luego devolvió.

—Y en esta declaración, capitán—dijo—, usted ha afirmado que el viaje no fue más memorable hasta el momento del naufragio... así es— agregó con una aceitosa sonrisa tan pronto percibió que la cara del capitán empalidecía ¿Que nada ocurrió para hacer al Titán menos marinero o manejable?

—Eso es lo que afirmé, dijo el capitán con un ligero suspiro.

—Usted es copropietario, ¿No es así, capitán Bryce?

—Poseo la quinta parte de las acciones de la Compañía.

—He examinado la escritura de constitución y las listas de la Compañía,dijo Meyer—; cada buque es, tan lejanamente a lo que concierne a los avalúos y dividendos, una compañía separada. En la lista, usted aparece poseyendo ciento veinte de las acciones del Titán. Ante la ley, esto le convierte en copropietario del Titán y responsable como tal.

—¿A qué se refiere, señor, con la palabra responsable?— preguntó rápidamente el capitán Bryce.

A modo de respuesta, Meyer alzó sus negras cejas, asumió una actitud de escuchar, miró su reloj y fue a la puerta que, al ser abierta, dejó entrar el sonido de las ruedas de los carruajes.

—Aquí adentro— llamó a sus amanuenses, y entonces enfrentó al capitán.

—¿A qué me refiero, capitán Bryce?—tronó— A que en su declaración, usted ha ocultado toda la referencia de su choque con el Royal Age y su posterior hundimiento, la víspera del naufragio de su propio buque.

—¿¡Quién lo dijo!? ¿¡Cómo lo supo!?, estalló el capitán ¡Usted sólo tiene ese boletín sobre Rowland, un ebrio irresponsable!

—Ese hombre abordó ebrio en Nueva York, terció el primer oficial, y estuvo en estado de delirium tremens hasta el instante del naufragio. No nos topamos con el Royal Age, y en ninguna forma somos responsables de su pérdida.

—Sí, agregó el capitán Bryce, y un hombre en esas condiciones es susceptible dever cualquier cosa. Estaba de vigilancia en el puente. El señor Austeen, el contramaestre y yo estábamos cerca de él.

Antes de que la aceitosa sonrisa de Meyer indicara al aturdido capitán que había hablado demasiado, la puerta se abrió, dando paso a un Rowland pálido y débil, con la manga izquierda vacía y apoyándose en el brazo de un gigante de barba bronceada y vigoroso porte, quien transportaba a la pequeña Myra en el otro hombro y dijo, con el airoso tono del oficial de alcázar:

—Bien, lo he traído medio muerto, pero ¿Por qué no pudo usted darme tiempo de atracar? Un piloto no puede hacerlo todo.

—Y este es el capitán Barry, del Peerless, dijo Meyer estrechando su mano. Todo está bien, amigo mío; no perderá. Y éste es el señor Rowland, y ésta su chiquilla. Siéntese, amigo mío. Lo felicito por su escape.

— Gracias, dijo débilmente Rowland. Amputaron mi brazo en Christiansand, pero aún así viviré. Ése es mi escape.

El capitán Bryce y el primer oficial Austen, pálidos e inmóviles, miraron dura y fijamente al hombre, en cuya extenuada cara, purificada por sufrir hasta la casi espiritual dulzura de su edad, difícilmente reconocieron las facciones del problemático marinero del Titán. Sus ropas, aunque limpias, estaban harapientas y remendadas.

El señor Selfridge se había levantado y además miraba, no a Rowland, sino a la niña que, sentada en el regazo del enorme capitán Barry, miraba a su alrededor con maravillados ojos. Su vestido era único. Estaba hecho de sacos —así como sus zapatos y su gorro de lona— con hilo de vela y puntadas de fabricante de velas, tres por pulgada, faldas
cubiertas y ropa interior hecha con viejas camisas de franela. Como mucho, habría tomado una hora de trabajo de un vigía, brindada amorosamente por la tripulación del Peerless, dado que el débil Rowland no podía coser. El señor Selfridge se aproximó y examinó de cerca las vestiduras para preguntar:

— ¿Cuál es su nombre?

— Su primer nombre es Myra, respondió Rowland. Ella lo recuerda; pero no he podido aprender su segundo nombre, aunque conocí a su madre hace años, antes de que se casara.

—Myra, Myra ,repitió el viejo caballero, ¿Me recuerdas? ¿No me recuerdas?.

Tembló visiblemente mientras se inclinaba para besarla. La pequeña frente se frunció y arrugó mientras la chiquilla hurgaba en su memoria; entonces se le aclaró y su cara se iluminó con una sonrisa.

— ¡Abuelo!— dijo ella.

— Oh, Dios mío, te lo agradezco—murmuró el señor Selfridge, tomándola en sus brazos—. He perdido a mi hijo, pero he encontrado a esta niña, mi nieta.

— Pero señor—preguntó ávidamente Rowland, ¿Es su nieta, dice? ¿Dice que su hijo está perdido? ¿Estaba a bordo del Titán? Y la madre, ¿Se ha salvado o está...?, se detuvo, incapaz de continuar.

— La madre está a salvo, en Nueva York; pero sigue sin saberse del padre, mi hijo, agregó lúgubremente el anciano.

La cabeza de Rowland se hundió, escondiendo la cara en su brazo, sobre la mesa a la cual se había sentado. Había sido una cara tan vieja, agotada y fatigada como aquella del encanecido hombre que tenía enfrente. En él, al levantarse con engreimiento, brillo en los ojos y una sonrisa en la cara, estaba la gloria de la juventud.

— Confío, señor—dijo—, en que le enviará un telegrama. Estoy actualmente sin dinero, y por otro lado, no conozco su apellido.

— Selfridge, que obviamente es el mío. La señora del coronel, o la señora de George Selfridge. Nuestra dirección en Nueva York es bastante conocida. Pero le enviaré un telegrama de una vez; y créame, señor Rowland, que aunque entiendo que nuestra deuda hacia usted no se puede medir en términos monetarios, usted no tiene por qué seguir sin dinero. Obviamente, usted es un hombre capaz, y yo tengo riqueza e influencia.

Rowland se limitó a inclinarse a manera de saludo, pero el señor Meyer murmuró para sí riqueza e influencia. Probablemente no.

—Ahorra, caballeros,dijo en un tono más alto, a los negocios. señor Rowland, ¿Nos hablará sobre el desastre del Royal Age?.

— ¿Era el Royal Age?— preguntó Rowland— Serví en él, en un viaje. Sí, ciertamente.

El señor Selfridge, más interesado en Myra que en la relación que estaba por darse, subió a la niña a una silla situada en un rincón y la sentó, mientras la acariciaba y le hablaba a la manera en que lo haría un abuelo de cualquier parte del mundo, y Rowland, mirando fijamente los rostros de los hombres que había venido a exponer, y cuya presencia de este modo ignorara tanto dijo, mientras ellos apretaban bastante los dientes y se enterraban a menudo las uñas de sus dedos en las palmas de sus manos, la terrible historia de cómo partieron por la mitad al barco en la primera noche desde Nueva York, terminando con el soborno y su negativa a aceptarlo.

— Bien, caballeros, ¿Qué piensan ustedes al respecto?— preguntó Meyer mirando a su alrededor.

— ¡Una mentira, de principio a fin! tronó el capitán Bryce.

Rowland se puso de pie, pero el hombretón que lo acompañaba lo hizo sentar, para enfrentarse al capitán Bryce y calmadamente decirle:

— Vi un oso polar al que este hombre mató en combate abierto. Vi su brazo después,y mientras lo salvaban de la muerte, no escuché quejas ni lloriqueos. Él puede pelear sus
batallas cuando está bien, y cuando no, yo lo haré por él. ¡Si usted lo vuelve a insultar de nuevo en mi presencia, le haré tragarse sus dientes!

Traducción revisada y corregida por rebelderenegado, desde el original en inglés

"Futilidad", o "El Hundimiento del Titán" (2024)
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